Nos propusieron a Betlem Cuesta y a mí participar en la publicación de un libro con un capítulo que nunca acabaremos. Este es un fragmento de lo inacabado que me apetece publicar aquí.
Las escuelas están tan repletas de buenos alumnos como de pésimos aprendientes, y es que según se mire, son magnitudes inversamente proporcionales. El buen alumno que se limita, sin más, a hacer lo que se espera de él, que obedece sin cuestionar, que se esfuerza sin rechistar, o que calla cuando debería alzar la voz, tiene muy coartada la capacidad emancipadora del aprender. Es, de hecho, por definición, un mal aprendiente.
El buen alumno, obnubilado por la omnipresencia de un profesor es, para nosotras, un mal alumno. Bajo el cobijo, por supuesto, de un mal profesor. Quizá por ello a menudo nos incomoda apelar a ellos y ellas como “alumnos” o “alumnas”, y cabe decir, que quizá por falta de costumbre, también nos incomoda llamarlos “aprendientes”. Una tensión de resignificación cotidiana que acompaña todas y cada una de las decisiones que, tanto aprendientes como como enseñantes, tomamos en nuestro quehacer diario.
Quizá sea tan sólo lenguaje, pero sea como sea, aborrecemos este estereotipo del buen alumno, e intentamos, por todos los medios, dar motivos y criterios para desobecederlo y deconstruirlo juntas, porque de hecho, esta desobediencia es la experiencia fundacional del aprender.